Convivimos con una mente condicionada por la sociedad capitalista que entiende nuestra vida como una empresa a la que tratamos de exprimir obteniendo el máximo beneficio con la mínima inversión. Podríamos denominar a este modelo vital “la trampa de la felicidad”, mínimo malestar, máximo bienestar.
Como consecuencia, siempre estamos especulando qué beneficio nos puede aportar todo lo que llega a nuestras manos.
Así, cuando accedemos a la espiritualidad creemos que ahora, por fin, la vida irá bien, estaré bien. Además, esta fase está acompañada de una especie de soberbia y de clasismo. Diferenciamos entre los que conocemos la verdad, los sabios, y los “otros”, los ciegos.
En esta primera fase, podemos creer que ya tenemos la clave que nos permite entender porqué las cosas no son como queremos, porqué no nos sentimos bien.
Además, está todo el marketing capitalista de la espiritualidad, que se encarga de señalar los motivos, culpabilizándote, por lo que tu vida no es como tu quieres, como te mereces. Y lo asumimos, y trabajamos con empeño en solucionarnos, y en la mayoría de los casos, con tal ímpetu y crueldad hacia uno que el malestar puede aumentar.
Quizás nos quedemos enganchados en esta fase para siempre, culpándonos por no ser capaz de crear lo que otros están consiguiendo (aunque los índices de malestar psicológico no paran de crecer), o quizás abandonemos la espiritualidad por inútil.
Pero, con suerte, podemos trascender esa fase de espiritualidad capitalista y dejar de utilizarla para estar bien, para que te vaya bien.
¿La alternativa? Aprender a estar en paz con lo que la vida es, con lo que tú eres.
Todo este recorrido lo conozco bien, pues lo he observado en mí, y lo observo en todas las personas espirituales durante, al menos, un tiempo.