Miguel Ángel Manzano – Doctoralia.es
Viniendo de donde venimos, de la familia primate, no es difícil adivinar que una de las emociones que nos genera más rechazo es la «incertidumbre».
Y es que en un contexto salvaje, o las cosas son peligrosas o no lo son, pero eso de no saber si lo son, o en que proporción, o si me tendré que proteger o no… todas esas eran cuestiones que estamos aprendiendo sobre la marcha, y que son consecuencia de los cambios en el estilo salvaje, el zoo que hemos construido a nuestro alrededor para protegernos.
Así, frente a la duda, en el mundo salvaje se opta directamente por incluirla en peligro, y la incertidumbre dura un segundo, o ni eso. Así que no tenemos bagaje de adaptación y convivencia con la incertidumbre, lo que explica nuestra dificultad para experimentarla.
Y como no nos gusta preferiríamos no vivirla, y de hecho procuramos no vivirla (aunque nos acompaña siempre). Así intentamos acogernos a certezas, a pilares de seguridad, y no hay nada más seguro que lo que ya ha pasado. Y es así, como acabamos apostando nuestra vida por los patrones antiguos que funcionaron una vez, aunque esté claro que ya no sirven, ¡nos dan seguridad!. «Eso ya sé de qué va», «ya lo he vivido», «ya sé que consecuencias puede tener y cuales no».
Así que como terapeuta, uno sabe que la incertidumbre forma parte natural de la terapia, y es que, una parte de nuestro trabajo consiste en que la personas deje de confiar en lo que una vez sirvió pero ya no. Y cuando se dejan atrás esas falsas certerzas, la persona se siente insegura, pero especialmente, siente incertidumbre porque ya no sabe qué puede esperar, la vida se vuelve un territorio nuevo, donde las
consecuencias no se pueden preveer.
Como ya no hace lo que siempre ha hecho, ya no espera lo que siempre ha recibido, pero es que además no sabe qué va a recibir.
A esa incertidumbre la llamo el «malestar del cambio» que es tan desagradable como maravilloso.
Es desagradable porque como primates preferiríamos no saberlo, pero es maravilloso porque demuestra que la persona ha dejado atrás falsas certezas y se mueve un territorio nuevo del que no sabe qué esperar, así que se reinicia ese proceso de ensayo y error que es la vida.
En este punto, muchas personas empujan para que adivinemos lo que sucederá, que calmemos su incertidumbre, que les ayudemos a saber quienes son en este nuevo contexto.
Frente a este contexto, yo prefiero apelar por favorecer la tolerancia a la incertidumbre, de una forma que no resulte excesiva para la persona, y añadiendo dosis de confianza.
Hacer notarle a quien experimenta la incertidumbre que la solución es volver a lo que fue, pero que eso no funcionó, e involucrarse en la confianza que uno será capaz de hacerse cargo de las consecuencias, unas gustarán y otras no, pero todas se podrán afrontar a su debido momento.
En resumen, y desde mi perspectiva más mística, creo que la incertidumbre es la emoción más espiritual, pues al experimentarla y permitirla nos estamos alejando de las falsas certezas con las que vive el primate, y nos abrimos un mundo nuevo, que aderezándolo con confianza, nos podemos dar la oportunidad de conocerlo poco a poco. Aunque eso ponga a prueba nuestra paciencia.